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LA TENTACION DEL SEXO ILICITO


LA TENTACIÓN DEL SEXO ILÍCITO.
—Para empezar —me dijo—, eso de acostarse con el novio no es cosa nueva. Se ha
hecho desde siempre, así que tu generación no tiene nada que enseñarle a la mía —le resultaba difícil revelarme sus yerros de mocedad, pero ya no podía detenerse—. A los quince años perdí la cabeza por uno de mis profesores. Él me llevó a conocer la
sexualidad completamente. Luego supe que era casado. Me abandonó. Fue mi gran secreto... A los veinte años me volví a enamorar. Esta vez de un amigo de la familia.
Estaba segura de haber hallado al príncipe de mis sueños y me entregué nuevamente sin condiciones. Aun cuando él me confesó haber tenido relaciones íntimas antes, yo le juré que era virgen —hizo una larga pausa con la vista perdida en sus evocaciones—.
Ambos estábamos muy solos y desesperados por hallar una pareja, así que tuvimos sexo antes de casarnos —continuo—. Los jóvenes de aquella época poseíamos la misma
cantidad de hormonas que ustedes, pero había menos promiscuidad y el sexo sin amor era poco frecuente... Se detuvo. Me di cuenta de tener la boca abierta. ¡Estaba hablándome de mi padre!

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"Sigue, por favor", rogué en mis adentros. Era preciso enlazar de una vez por todas los elementos inciertos de mi verdadero origen...
—Nuestro noviazgo fue corto. Nos unimos en matrimonio sin conocernos a fondo.
Fracasamos. Un abismo de diferencias mentales nos separaba. Él devoraba tratados de ciencias, coleccionaba libros, impartía clases de química en escuelas superiores y.
cuando le quedaba tiempo tiempo, experimentaba uniendo compuestos en un laboratorio que improvisó en la casa. Yo en cambio detestaba el estudio y la lectura; sólo me
desenvolvía bien en reuniones sociales y haciendo deporte. Nuestros valores se repelían.
Yo religiosa, él libre pensador; a mí me agradaba bailar, ir a fiestas, convivir con gente, mientras él, bastante huraño, detestaba las reuniones y prefería estar solo. Yo hablaba fuerte, rápido, de mil cosas a la vez; él conversaba despacio, con bajo volumen. Creo que nunca nos comunicamos eficientemente excepto cuando hacíamos el amor. Pero eso duró poco.
Era difícil de creer. ¿De modo que entre mis padres existió la atracción química pero no la intimidad emocional ni la correspondencia intelectual?
Observé a mamá abierta, descaradamente. Era una mujer alta y delgada. Aún a su edad llamaba la atención por su inusitada belleza y buen cuerpo. Me imaginé que veinte años
antes debió de ser extremadamente sensual.
—¿Mi papá llegó a darse cuenta de que le mentiste respecto a tu virginidad? —
cuestioné.
—Sí. Se lo confesé después de la luna de miel. Le produjo un gran malestar. La
virginidad es un mito que no vale nada, pero la honestidad en la pareja sí vale. De hecho es la base de todo, y yo no fui honesta, lo engañé, no le tuve confianza. Él dedujo que mi entrega era pensada, estratégica, que si había sido capaz de ocultarle algo tan íntimo seguramente le ocultaría cualquier cosa. A partir de entonces la relación fue peor cada día. El aumentó su carga de trabajo y yo me fui alejando poco a poco. Puede decirse que mi vida era la encarnación humana del cuento de la cenicienta. ¡Una muchachita sin educación, que toda la vida se dedicó a fregar trastes, lavar ropa y desinfectar pisos, unida a un príncipe acostumbrado a fiestas de la nobleza, excelsas viandas, arte refinado: ¡un matrimonio destinado a la más absoluta desdicha! Perrault cortó la historia justo a tiempo, antes de que sobreviniera la evidente tragedia. Pero la vida no se interrumpe con un "fueron felices para siempre", la vida continúa y, sin buenas bases, la felicidad se acaba pronto.

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Un viso de intensa emoción acompañó las últimas palabras de mi madre.
—¿Y vas a decirme que te casaste con la persona equivocada por culpa del sexo?
—El sexo es un anzuelo extraordinario —repuso—-. Te pesca, te hace perder objetividad, pero no es el culpable directo de los malos matrimonios. El problema está en los noviazgos superficiales. Las parejas se casan pensando que lo más importante de la relación es esa atracción tangible. Se unen sin conocerse a un nivel profundo.
¡Pero qué concepto tan similar al de la revista! Sonreí. No cabe duda de que todos los seres humanos, cada cual por su camino, tenemos que llegar tarde o temprano a las mismas
realidades.
—Yo siempre creí que nuestra vida se vino abajo cuando mi padre murió. Pero no fue así,
¿verdad? ¿Los problemas empezaron antes...?
Asintió muy lentamente.
—Hay muchas cosas que desconoces, Efrén...
En su gesto había una tensión evidente, pero a la vez podía identificarse un fuerte deseo de hablar, de deshacerse al fin de esa secreta carga que la había acompañado durante tanto
tiempo.
—Un año después de casados —comenzó—, nació tu hermana Marietta. Recuerdo que estando mi esposo y yo juntos, contemplándola dormida en su cunita, nos abrazamos y descubrimos que la clave para triunfar en el matrimonio no está tanto en ser afines como dos mitades de naranja, porque eso jamás ocurre, sino en tener buena disposición y sincero deseo de acoplarse. Traté de tomarle gusto a su pasividad, a su música, y él procuró disfrutar mi alegría, mi actividad. Hubiéramos podido salvar nuestro matrimonio de no ser por lo que ocurrió cuando naciste tú. Marietta ya tenía cinco años...
Yo me hallaba casi al borde de la silla. Era evidente, aunque no me lo confesara, que mi venida a este mundo fue accidental. Tal vez estaba a punto de escuchar la verdadera razón de mi fútil existencia.
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—¿Yo fui la causa del divorcio?
—No —se apresuró a responder—. Después del parto, las mujeres solemos sufrir una crisis emocional muy fuerte... Y a los dos meses de tu nacimiento mi marido se vio precisado a hacer un largo viaje de trabajo. Un día que yo estaba sola en la casa tuvimos una variación de voltaje. Varios aparatos se descompusieron. Llamé a la compañía de luz y a las pocas horas un empleado de mantenimiento nos visitó El tipo se portó sumamente amable mientras revisaba los desperfectos; hizo un trabajo eficiente, aunque ocupó toda la tarde en ello. Terminó cerca de las nueve de la noche. El hombre estaba cansado, sudando, y en su gesto había algo que yo califiqué como una chispa de vida y que en realidad era un enorme gusto por mi persona. Lo invité a cenar. Me trató como a una dama. Elogió mi comida, mi aspecto físico, la pulcritud de mi casa, y se sentó a escuchar pacientemente los problemas que le platiqué, aceptando y valorando mis opiniones. Me Visitó varias noches seguidas.
Aunque alguna vez llegué a imaginarme siendo infiel, yo no andaba en busca de aventuras amorosas; pero me sentía tan sola, tan poco apreciada, tan necesitada de un desahogo emocional, que cuando ese hombre me sonrió, me dijo que le gustaba y se acercó para tocarme, no pude más que cerrar los ojos y entregarme como una paloma herida... Al romperse el recipiente de cristal que guarda nuestra buena conducta, los principios comienzan a fugarse. Lo difícil es robar la primera vez, matar la primera vez, adulterar la primera vez...
Después es más fácil... —hizo una pausa para limpiarse la cara—. La visita del electricista se volvió habitual —continuó despacio—. Aún después de que mi marido regresó del viaje, mantuvimos nuestro romance oculto. Me dejé envolver nuevamente en el delicioso humo de las emociones que origina el sexo fuera de lugar y de momento. Curiosamente esa relación prohibida me producía sensaciones similares a las que me produjeron las relaciones sexuales, también prohibidas, que tuve antes de casarme.
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La percepción del peligro, la angustia
de saberse haciendo algo delicioso pero vedado es muy similar cuando se es infiel
dentro del matrimonio que cuando se tiene sexo antes de él. Alguien que cede a la tentación de joven está más propenso a ceder a ella de adulto.
Se detuvo. Su vista estaba extraviada en la contemplación de recuerdos desenterrados. La mía, desorbitada, ensamblaba las escenas de ese ayer incierto del que yo provenía.
No quiso detallar la forma en que su infidelidad fue descubierta. A cambio de eso expresó las conclusiones a las que había llegado muchos años después.
—Por muy liberales y "modernos" que sean los cónyuges, cuando uno de ellos engaña al otro se causa un daño irreparable. La infidelidad, lejos de ser el remedio a los conflictos de la pareja, es una evasión. Resulta más fácil buscar intimidad con alguien ajeno que enfrentar cara a cara los problemas de una vida marital deteriorada y luchar por solucionarlos.
—Pero hay quien puede mantener en secreto sus relaciones ilícitas durante años —opiné.
—Eso no es cierto. ¡Resulta imposible llevar una doble vida emocional por mucho tiempo!
A mí me consta. Uno puede engañarse a sí mismo diciéndose capaz de querer a dos personas a la vez y puede tratar de ocultar su aventura en pro de la salvaguarda del matrimonio y los hijos, pero no es posible acostumbrarse al remordimiento, a la distracción, a la carga de culpabilidad, al desequilibrio funcional que sobreviene en esos casos. Cuando se está atrapado en una relación de infidelidad se viven tensiones que no puedes imaginar.
Se merma notablemente la eficiencia en el trabajo, la confianza en uno mismo, la relación con Dios, el desenvolvimiento social, la lucidez mental, el buen humor... y como es lógico, ese desequilibrio inevitablemente desenmascara el engaño. El cónyuge se da cuenta antes de tener las pruebas suficientes y el hecho le causa una herida tan profunda e irreparable que su dolor no es susceptible de alivio con ninguna explicación o razonamiento. Las promesas de confianza y honradez mutua quedan pisoteadas. La infidelidad es traición de grado superlativo y ésta desencadena un holocausto matrimonial del que no será fácil reponerse, a
menos que uno de los dos admita sacrificar su respeto y autoestima dejándose humillar a cambio de mantener unido el hogar. Y eso, en esta época, se da cada vez menos.
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—Así que los matrimonios se acaban con el famoso triángulo amoroso —comenté—-, pero las personas pueden rehacer sus vidas, ¿no es cierto?
—En algunos casos... La mayoría de las veces no, Efrén. Cuando el cónyuge infiel se queda a solas con su nueva pareja y la relación entre ellos deja de ser prohibida, el encanto se va, la emoción se esfuma, la pasión se desvanece... Créemelo. Rara vez verás en la televisión o en el cine una escena erótica protagonizada por marido y mujer, porque lo que enciende la sangre de modo explosivo son las aventuras prohibidas, las peligrosas, las irracionales. Es decir: lo verdaderamente tentador en el ser humano no es el sexo en sí, sino el sexo fuera del matrimonio, de la misma forma que puede resultar tentador y emocionante robar, timar o hacer pillerías.
Me quedé quieto y callado durante un buen rato. Nunca se rne había ocurrido pensar eso.
Quizá porque no tenía la referencia de ser casado. Una cosa sí era cierta: los jóvenes podíamos aprender mucho de los adultos. Aunque tuvieran el terrible defecto de ser nuestros padres.
— Pero termina de contarme. ¿Qué pasó con mi papá cuando se percató de tu engaño?
— Simplemente se fue de la casa... A él le disgustaban las discusiones y los problemas.
Rentó un departamento cerca del Instituto de Investigaciones Químicas de la Universidad y se sumergió en sus estudios para olvidar, de la misma forma que otro hombre se hubiera hundido en el alcohol. Sólo supe de él cuando un abogado fue a verme llevándome los documentos del divorcio. Firmé sin pensarlo dos veces... Para entonces el empleado de la compañía de luz ya se había mudado a vivir con nosotros...
—Mi padrastro Luis... —murmuré comprendiendo al fin de quién se trataba.
Mamá bajó la cabeza avergonzada. El sólo mencionar ese nombre era motivo de aprensión y enojo. Se trataba de la parte oscura de nuestra vida, el capítulo negro que habíamos tratado de olvidar a toda costa.
—Tenías apenas dos años de edad y tu hermana siete cuando me volví a casar. Tampoco conocía a nivel profundo a mi nuevo marido y las sorpresas no se dejaron esperar. Luis era un misógino disfrazado.
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En cuanto tuvo el control total de las circunstancias, comenzó a tratarme violentamente y con prepotencia. Me agredía por los detalles más insignificantes.
Se burlaba de mis errores, me hacía quedar en ridículo frente a otras personas. La brutalidad era su arma preferida. Todos en casa aprendimos a tenerle miedo. Temblábamos en cuanto llegaba pues sabíamos que encontraría alguna excusa para empezar a gritar. ¡No me cabía en la cabeza que un amante tan perfecto se hubiese convertido en un marido tan malo! En la cama era sádico, egoísta y desconsiderado. No puedes imaginarte cómo y cuánto lloré al darme cuenta de lo terrible que fue ese giro de vida. Pero el ser humano es así, hijo. Nunca está conforme con nada, siempre cree que le está yendo mal y sueña con cambiar lo que le pertenece por algo mejor. ¡Qué forma tan errada, tan irresponsable, tan inmadura de vivir!
Valoramos lo que tenemos hasta que lo vemos perdido. Somos a tal grado estúpidos que le damos la espalda a lo nuestro sin saber que la mina de diamantes con la que tanto soñamos se encuentra en nuestra casa. Para hallarla sólo requerimos ESFORZARNOS. La felicidad únicamente se da al luchar por la familia, por el trabajo, por el país que tenemos. ¡No porque sean los mejores sino porque nos pertenecen! ¡Porque a la vez formamos parte de ellos! ¡Porque son nuestros! Caray, ¡me sentí tan mal por mi ingratitud! Esa mujer no era perfecta: cambió un esposo inteligente y noble por otro bruto y agresivo. A mi hermana y a mí nos quitó un buen padre para darnos un pésimo padrastro... Tenía muchos defectos, había cometido cualquier cantidad de errores, y yo lo sabía desde muy chico.
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Pero era mi madre. ¡Me pertenecía! ¡Y yo de alguna forma le pertenecía a ella! Sentí que el llanto se acumulaba en mis lagrimales. ¡Cuántas veces la juzgué con crueldad! ¡Cuántas veces deseé haber sido engendrado en el vientre de otra mujer! ¡Qué injusto había sido! Hasta entonces comprendí que, aunque existían personas más inteligentes, más hermosas, más maduras, yo no debía amarla a ella por sus cualidades, ¡sino porque era mía...!
Me puse de pie y caminé para sentarme a su lado. No tenía palabras para pedirle perdón ni tampoco hallé los vocablos apropiados para consolarla. Así que la abracé primero con cautela y luego, al verla llorar, con mucha fuerza.
Estuvimos enlazados un buen rato sin decir nada.
Después de unos minutos nos separamos. La noche estaba muy avanzada, pero yo no quería irme a mi cuarto. Deseaba acurrucarme en su regazo como lo había hecho cuando mis ojos de niño detectaban siniestras sombras en la oscuridad.
Para permitirle sosegar su ánimo quise cambiar un poco el tema. La tomé de la mano y le cuestioné:
—Dices que lo verdaderamente tentador no es el sexo sino el sexo fuera del matrimonio, y estoy de acuerdo contigo. Lo he sentido. Pero, ¿es posible vencer un deseo tan
incontrolable?
—Sí, lo es.
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Sólo se requiere cultivar el hábito de reflexionar y manejar las ideas.
—¿Qué tienen que ver las ideas en esto?
—Todo. ¿Sabes cuál es el órgano sexual más poderoso del ser humano? LA MENTE.
Cuando una aventura se hace realidad es porque ya estuvo imaginándose durante mucho tiempo. Así de simple, Efrén. No tienes que acostarte con la persona equivocada para que se desencadene el desequilibrio. Basta con imaginarlo, con dejar volar la ilusión y recrear en tu mente lo extraordinario que sería un encuentro íntimo con ella. El cerebro es capaz de crear verdaderos escenarios y representar cuadros superexcitantes al grado de hacerlos parecer reales. Entonces las fantasías toman la forma de sentimientos y
deseos amorosos, y éstos, tarde o temprano, se materializan.
—¿Por lo tanto, la clave está en evitar imágenes sensuales?
—Bueno... Somos humanos y tenemos sangre en las venas. Es natural reaccionar a los estímulos del medio y tener ideas eróticas furtivas. Lo malo no es tenerlas sino abrirles la puerta del pensamiento central, invitarlas a pasar, a ponerse cómodas y platicar con ellas durante largos e insanos periodos. En vez de distraerse con fantasías sexuales, las personas de más valía reflexionan a fondo sobre las consecuencias, piensan
drásticamente, con juicio realista y sereno. Entonces se dictan a sí mismos un código de normas y definen exactamente lo que quieren para su futuro. Si no te has detenido a pensar en tu propósito vital, a planear lo que te conviene antes de que la tentación llegue, reaccionarás ante ella conforme a tus emociones del momento, y cuando te des cuenta del error será demasiado tarde.
—¿Tú te detuviste a prever, a planear de antemano tu propósito vital?
—¡Por supuesto que no! ¿No te das cuenta de lo que trato de explicarte? Soy una mujer fracasada. Eché a perder mi vida y la de mi familia por no pensar en soluciones antes de que se presentaran los problemas. A nadie le gusta planear cosas desagradables y por eso, cuando éstas ocurren, no sabemos qué hacer. Yo nunca creí tener la oportunidad de
serle infiel a mi marido, así que, cuando la tuve, me hallé ante ella desprevenida e
indefensa. El mayor éxito de la tentación es su ataque sorpresivo. Para vencerla es
preciso visualizarla antes de que llegue y tomar serenamente la decisión de lo que harás
cuando esté frente a ti. Porque llegará, Efrén. Tarde o temprano. Continuamente quizá.
Y si te toma desprevenido es seguro que no podrás evitar caer en su cautivadora trampa.
Me separé un poco de ella. Era curioso que por criticarla y menospreciarla hubiera desperdiciado su sabiduría durante tanto tiempo. Sin embargo, en ese momento tenía urgencia de que me hablara de otras cosas. Aún quedaban muchas preguntas sin responder.
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Las formulé con cierta vehemencia todas juntas.
—Pero acaba de contarme, mamá. ¿Cuál fue la razón por la que huimos de mi padrastro?
¿Por qué se fue Marietta de la casa? ¿Cómo murió? ¿Qué pasó con mi padre?
No contestó de inmediato. Revivir aquello le causaba un evidente malestar. Su voz ya no sonó decidida y fuerte. A decir verdad, apenas lograba escucharla.
—Luis empezó a tomar. Y cuando su estado de ebriedad era grave me golpeaba...
—Sí —le quité la palabra con inaudito coraje—. También nos golpeaba a Marietta y a mí.
Y tú te limitabas a lamentarte. No te defendías. En mi mente infantil razoné que los hombres tenían derecho a gritar, a exigir e imponer sus ideas mientras que las mujeres eran desvalidas e inferiores; comencé a sentir lástima y desprecio por ellas...
Hubo un largo silencio. Muchas verdades estaban saliendo a flote en ese cuarto y con ello reflexiones verdaderamente importantes. Tal vez ese inicio precoz de mi sensualidad, acompañado siempre de un cierto egoísmo masculino y un aprovechamiento de la fragilidad femenina, tenía su origen en los modelos recibidos cuando niño.
—Marietta no huyó de casa... Ni ha fallecido, como piensas...
La sangre se me heló en las venas. ¿Qué había dicho? ¿Mi hermana vivía? ¿Y dónde? La conmoción producida al escuchar eso me dejó impávido, sin habla. Palabras de reclamo y enojo quisieron bullir, pero se atascaron en mi garganta.
—Tu hermana comenzó a desarrollarse como señorita a los once años de edad... Y eso llamó la atención de Luis... Cuando estaba borracho la molestaba... la tocaba... y un día...
Dios mío... —mi madre se detuvo. Se le dificultaba sobremanera hablar, pero yo comenzaba a sospechar lo que había ocurrido un día, antes de que ella lo aclarara—.
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Llegó ebrio, a la una de la mañana, y fue directo al cuarto de la niña. Todos dormíamos profundamente, Incluyéndome a mí... Se quitó la ropa y se metió a la cama de la pequeña. Marietta se despertó cuando ya había sido parcialmente desvestida. Alcanzó a gritar antes de que su padrastro le tapara la boca. Al oírla desperté y me levanté para correr a su habitación.
Afortunadamente no estaba con llave. Tú me habías visto callar, llorar resignada los abusos de Luis, pero no me viste esa noche peleando como una fiera. Ataqué a mi marido con uñas, objetos, dientes, presa de la desesperación y furia que sólo una madre puede experimentar al ver a sus hijos en peligro. Él me golpeó en la cara, pero yo hice añicos sobre su cabeza un pesado florero de vidrio cortado y se desvaneció bañado en sangre.
—¿Alcanzó a violarla?
—No, pero la lastimó. Tu hermana era apenas una niña. Salí del cuarto con ella; estaba asustada y temblaba por un ataque de nervios. Yo actué rápido. En mi mente sólo existía el pensamiento de ponerla a salvo. Llamé por teléfono a una estación de taxis, cerré con doble llave la habitación en la que tú dormías, tomé mi libreta de direcciones y salí acompañada de Marietta en cuanto el coche llegó. Fuimos directo a la universidad. No conocía el
departamento de tu padre, pero con el domicilio el chofer me llevó hasta él. Bajamos del
automóvil y le pedí al taxista que me esperara. Toqué el timbre durante varios minutos.
Eran más de las dos de la mañana. En cuanto tu padre me abrió, lo abracé llorando y le dije que le llevaba a la niña para que se hiciera cargo de ella por un tiempo. Él se asustó mucho.
Encendió las luces y me exigió que le explicara lo que había pasado. Lo hice brevemente.
Abrazó a su hija. Me reclamó el incidente como si yo fuera responsable y me dijo que los niños debían vivir con él. Después de un rato se calmó y en su mirada creí detectar una chispa de perdón.
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Pero toda esperanza se esfumó de mí al momento en que me di cuenta de que había una mujer en su recámara. Me despedí de Marietta con un fuerte abrazo y salí de la casa confundida y acabada. La vivencia de esa noche fue lo más parecido al infierno que he conocido.
Me sentía sola, arrepentida, desamparada, temerosa. No sólo existía el peligro de enfrentarme a la justicia en el remoto caso de que Luis hubiera fallecido por el golpe; ahora también temía por la reacción de tu padre que, con justo derecho, podía tratar de arrancarme de mis brazos lo único que me quedaba en la vida: mi hijo pequeño. Y por si lo anterior fuera poco, en caso de que Luis se recuperase resultaba evidente pensar que se vengaría de mí. Llegué a la casa deshecha en llanto, arrepentida de haber abandonado a Marietta, pero en una lucha intrínseca por resignarme a que había sido lo mejor. Su padre la cuidaría bien mientras viviera. Volví a pedirle al taxista que me esperara en la puerta. Subí corriendo. Luis seguía en el suelo, justo donde lo había dejado, con la boca abierta, sin sentido. No me acerqué a tocarlo, pero su postura grotesca me hizo pensar que había muerto... Preparé una maleta con lo indispensable, te tomé en mis brazos y bajé como pude para volver a subir al carro y huir. Fuimos directos a la central de autobuses. Compré boletos para la ciudad más lejana que pude, sin importarme cuál, y cuando despertaste ya estábamos muy lejos... Te dije que viajábamos en busca de tu hermana, quien se había ido de la casa, que todo estaba bien y que en el lugar al que íbamos Luis no nos encontraría. Lo último era cierto... En cuanto a lo demás, no pude explicártelo. Era posible saciar tu curiosidad infantil con historias menos crueles que la verdad. Fue cansado para mí y mortal para ti llegar a un poblado desconocido y buscar hospedaje. Llevábamos poco dinero, pero hallamos un buen cuarto en renta y a los pocos días conseguí trabajo como secretaria.
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En la huida se perdieron tus papeles y los míos. Lo primero que hice fue invertir todo lo que llevaba comprando a un juez para registrarte con nuevos datos. Yo también adquirí identificaciones falsas y recomenzamos una nueva vida. Empezamos desde abajo. Todas las noches me dormía rezando por tu hermana y por tu padre... No te imaginas cómo envejecí en esos días...
Me lo imaginaba. Al terminar el relato mamá se quedó muy quieta, con la vista extraviada:
al rememorar los detalles de su tragedia, también despertaron en ella los sentimientos de
angustia, desesperación y pánico que sufrió al vivirla.
Quise abrazarla y pedirle que olvidara todo, que descansara, que eso había quedado muy atrás, que la terrible historia ya no nos afectaría más ni a ella ni a mí.
No sabía cuan equivocado estaba con respecto a eso.
El pasado se había levantado gigantesco, monstruoso, para aguardarme con sus
impresionantes garras a la vuelta del camino.
Pero yo aún lo ignoraba