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EL RETRATO DE DORIAN GRAY - Oscar Wilde

EL RETRATO DE DORIAN GRAY 
- Oscar Wilde -

Pero aquel asesinato...
¿iría a perseguirle toda la vida? ¿Iría siempre a verse con su pasado a cuestas?
¿O se decidiría, realmente, por confesar?
¡Nunca! Sólo una prueba podía haber contra él, y era el retrato.

El lo destruiría. ¿Cómo se le habría ocurrido conservarlo tanto tiempo? Al principio le interesaba ver cómo iba cambiando y envejeciendo.

Pero hacía ya años que no le proporcionaba semejante placer. Al contrario, muchas noches el pensar en el le mantenía despierto.

Cuando estaba fuera, el temor de que otros ojos que los suyos pudieran verlo, te llenaba de espanto. El había teñido de hipocondría sus pasiones. Su simple recuerdo le había echado a perder muchos momentos de alegría.

Había sido para él algo semejante a la conciencia. Sí; la conciencia realmente. Pero él la destruiría. Mirando en torno suyo vio el cuchillo con que habla apuñalado a Basil Hallward. Lo había limpiado tantas veces, que no quedaba en él la menor huella de sangre. Estaba bruñido y resplandeciente.

Del mismo modo que matara al pintor, así mataría su obra y todo lo que significaba. ¡Mataría el pasado; y cuando éste estuviera muerto, él se vería libre! ¡Mataría aquella imagen monstruosa del alma, y lejos de sus odiosas advertencias, recobraría el sosiego!

Levantando el brazo, armado con el cuchillo, lo descargó sobre el lienzo. Se oyeron un grito y un crujido.

El grito fue tan horrible en su agonía, que los criados despertaron sobresaltados y salieron de sus cuartos. Dos transeúntes, que pasaban por la plaza, se detuvieron a mirar la casa. Luego, siguieron hasta encontrar un policía y lo trajeron consigo.

El policía llamó repetidamente ala puerta, sin que nadie le contestara. Excepto una luz que brillaba en una de las últimas ventanas, toda la casa estaba a obscuras. Al cabo de un rato se retiró a un portal cercano, desde el cual quedó vigilando.

- ¿De quién es esta casa? -preguntó el caballero de más edad. -De Mr. Dorian Gray -contestó el policía. Los dos transeúntes se miraron uno a otro, y se alejaron sonriendo sarcásticamente. Uno de ellos era el tío de Sir Henry Ashton.

Dentro, en las habitaciones de la servidumbre, los criados, a medio vestir, cuchicheaban entre sí. La anciana Mrs. Leaf sollozaba, retorciéndose las manos. Francis estaba pálido como un muerto.

Al cabo de un cuarto de hora, el ayuda de cámara reunió al cochero y a uno de los lacayos, y subió con ellos por la escalera. Al llegar arriba llamaron a la puerta, sin obtener respuesta. Gritaron entonces. Todo continuó en silencio.

Al fin, después de tratar inútilmente de forzar la puerta, salieron al tejado y se descolgaron al balcón. Las maderas cedieron sin dificultad; la falleba esta comida de herrumbe.

Al entrar se encontraron, colgado del muro, un soberbio retrato de su amo, tal como le habían visto por última vez, en todo el esplendor de su juventud y su belleza. Caído en el suelo, había un hombre muerto, vestido de etiqueta, con un cuchillo clavado en el corazón.

Era un hombre caduco, arrugado y de rostro repulsivo hasta que se fijaron en las sortijas que llevaba no pudieron identificarle.